La puerta principal estaba acordonada y rodeada por un enjambre de curiosos; no la dejarían entrar. Recordó al instante la pequeña entrada al cuarto de contadores del sótano, que daba al descampado de la izquierda. Por supuesto, allí no había nadie. En menos tiempo de lo que creía posible, estaba en la puerta del apartamento.
Tres días. Tres días; no podía ser.
Se acercó corriendo a la puerta de su apartamento, esquivando a los policías y forenses que, como figuras fantasmagóricas, se desvanecían ante sus ojos.
Frío. De pronto sintió un frío horrible.
El aire se congelaba en sus pulmones y su corazón, helado, dejó de latir.
Él yacía en el suelo del salón, boca abajo, con la cabeza apoyada sobre un charco de sangre casi transparente, y los ojos clavados en ella, bañándola en culpabilidad. Sobre la mesita de café, una Colt 45 descargada.
Las figuras fantasmales lo cubrían todo. Tiraban de ella, intentaban sacarla de allí.
La marca de carmín en la mejilla; el mismo color de sus labios. Y entonces lo supo.
Ella. Había sido ella.
No recordaba haberlo hecho, juraría que era imposible, pero sin embargo, sabía que era así.
Ella lo había matado.
Por supuesto.
¿Quién si no podría haber asesinado a su amigo imaginario?
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