viernes, 7 de junio de 2013

Peter Pan

-Qué niña tan guapa, ¡y cuánto ha crecido!

Amelia estaba harta de oír aquello, siempre la misma cantinela. Estaba segura de que esa gente apenas se acordaba de ella, a la mayoría los había visto sólo una vez, a veces siendo tan sólo un bebé. Pero todos decían lo mismo, como si realmente les sorprendiese que una niña creciese.
Ella no hablaba mucho, la gente decía que era muy tímida, pero en realidad no le importaba hablar. Sólo era que prefería escuchar.
Escuchaba siempre, todo. Había muchas cosas que no entendía, cosas que sólo se imaginaba, y montones de historias que sólo sabía a medias. Pero escuchando se aprende mucho de la gente, y quizás no fue lo primero, pero sí lo más importante que aprendió Amelia, es que la gente mentía. Había quien mentía sobre cosas importantes, gente que mentía por miedo, por no hacer daño a los demás... pero muchas veces, casi todas, la gente mentía sin necesidad. Porque era cansado explicar la verdad, porque les parecía que la verdad era menos creíble que la mentira, y a veces, sin ninguna razón.
Como aquella gente que le decía que ya casi era una mujer; mentirosos.

Amelia, harta de las mentiras, decidió dejar de crecer.

Aún mucho tiempo después, podía oír de vez en cuando aquello de "qué mayor estás", pero según fueron pasando los años, la gente cada vez lo decía menos. Había quienes ya la miraban extrañados, pero jamás decían nada sobre la niña que nunca dejaba de serlo.
Tardó algún tiempo en entender aquello: ¿por qué nadie le decía lo pequeña que era, lo poco que cambiaba?  Por lo visto la gente consideraba peor aquella verdad que la antigua mentira.

Cuando Amelia cumplió los veinte años, aún nadie (ni doctores reales ni proféticos embaucadores) había sido capaz de explicar por qué aquella niña no envejecía.

"Creceré cuando para ser mayor no haya que mentir".

Fue su única explicación.

Cincuenta años después, sus pequeños pies caminaban al ritmo de la vida del psiquiátrico. Ya casi nadie recordaba cómo o cuándo había llegado allí. La gente iba y venía, llegaban, se jubilaban, y ella seguía allí, sin envejecer.
O al menos, su cuerpo no envejecía. Amelia había seguido escuchando, aprendiendo, y a pesar de ser sólo una niña, sabía más cosas que cualquiera de los doctores que pretendían guiar su cordura. Sabía que las hormigas no duermen, los cocodrilos no pueden sacar la lengua, y que el primer termómetro utilizaba Brandy; sabía que no existen los locos, y que todo el mundo miente.

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