domingo, 29 de mayo de 2011

Octubre

Fuera llovía a cántaros, como no había llovido en años. Por las calles en cuesta bajaban enormes torrentes de agua, pero la mayor parte de la ciudad estaba casi inundada, con un agua sucia que se movía con terrible lentitud, mientras sacaba a flote todas las manchas de la ciudad, hasta entonces pegadas al suelo.
Pero dentro del teatro, todos permanecían sordos al temporal, mudos ante la función. No era un teatro cualquiera, la élite jamás se juntaba con los "cualquieras", por lo que, sin el vulgar estruendo de los murmullos del fondo de la sala que era común, según se oía comentar, en las salas más empobrecidas, todos los allí presentes mantenían su expectante mirada clavada en el escenario, bajo el más riguroso de los silencios, que sólo era roto por la voz de la joven protagonista. Más valdría que roto, decir abierto, desnudado, pues nadie diría jamás que esa voz pudiese dañar algo, ni aunque ese algo fuese su opuesto.
Desde los palcos, allí donde estaban los más poderosos y adinerados, por encima del resto del público e, incluso, del escenario, sonó una leve tos. Un anciano, que ya había visto teatro más que suficiente a lo largo de su vida, y a quien aquella obra no parecía cautivar en demasía, se levantó del asiento con premeditada lentitud, arrastrando su butaca. Miradas de enfado e incredulidad e clavaron en él desde cada punto del teatro durante una fracción de segundo, lo que desató sobre su rostro una sonrisa de satisfacción. Recogió su abrigo y desgastado sombrero de manos de un asistente de palco que lo miraba atónito, sin entender cómo alguien dejaría a la mitad tan increíble función el mismo día de su estreno.
Pese a todo, instantes después, todas las miradas volvían a estar fijas en el escenario, y el hombre que interrumpió el sepulcral silencio era sólo un punto borroso en la memoria de los asistentes. Sobre el escenario, la joven protagonista dejaba caer lágrimas de dolor al encontrarse frente al cadáver de su amado.
-¡Cruel! no me dejó ni una gota que beber.
Sus piernas cedieron, y ella cayó sentada junto al cuerpo que yacía inmóvil, aún sosteniendo entre sus manos el pequeño frasco de veneno vacío. El mismo veneno que él había ingerido. Por ella. ¿Qué locura podía llevar a alguien a actuar así? ¿Qué le había llevado a entregar su vida a la nada, siguiendo a un fantasma ficticio, imposible de atrapar?
-Pero besaré tus labios -continuó ella, entre ahogados suspiros provocados por el llanto-, que quizá contienen algún resabio del veneno.
Inclinándose sobre él, intentó retirarle la negra máscara que, al modo de las tragedias griegas, ocultaba su rostro. Pero sus dedos no eran lo suficientemente finos, o sus manos lo suficientemente hábiles, por lo que la máscara quedó allí, ocultando la cara del cadáver.
Todos los observadores permanecían en tensión, emocionados. Todo aquello parecía tan real -sus lágrimas, su angustia, la inmovilidad cadavérica del caído-, tan natural... como si no siguiese guión alguno.
-Él... -el llanto entrecortaba sus palabras-. Él me matará y me salvará.
Suspiros y exclamaciones ahogadas se extendieron entre el público cuando ella, con toda la pasión que las lágrimas no habían borrado, lo besó.
-Aún siento el calor de sus labios...
Pero sus palabras fueron cortadas por el sonido de unos pasos perdidos entre bastidores.
-¿Dónde está? Guiadme.
Ahora ya no sonaba la melódica voz de la joven, sino la de un hombre de mediana edad y hombros anchos que, ataviado con vestidura militar, apareció en el fondo de la escena, rompiendo en mil pedazos la fusión que las palabras de la protagonista realizaban con el expectante silencio. Ella, aún desde el suelo, sobre el cuerpo de su amado, lanzó una mirada horrorizada hacia el recién llegado, que, debido al atrezzo, aún se hacía invisible a sus ojos.
-Siento pasos. Necesario es abreviar -Nerviosa por la extraña presencia, tanteó entre las ropas del muerto, hasta dar con su puñal-. ¡Dulce hierro, descansa en mi corazón, mientras yo muero!
Y bajo un silencio helado por el terror, la dama clavó el puñal en su pecho, cubriendo de líquido carmesí los pliegues de su vestido, al tiempo que caía sobre el cadáver de quien amó.
Aún resonó por la sala del teatro el sordo entrechocar de las máscaras de los amantes.

A partir de entonces, pudieron pasar minutos o siglos, era indiferente, pues todas las retinas mantenían grabada la imagen de los dos cuerpos unidos, de los hilos de la muerte uniéndolos. Tan sólo un anciano que, a las puertas de teatro, esperaba a que amainase la tormenta, fue más consciente del correr de las aguas revueltas que del sentido aplauso que hizo vibrar el escenario. Poco después, su figura quedó oculta, pasando desapercibida a todas las miradas entre los vestidos de gala de la muchedumbre que emergía del teatro, como guiada por una inaudible voz.

El teatro se vació rápidamente, acompasado por el rumor de los asistentes. Y cuando todo quedó vacío, y los ayudantes hubieron guardado cada una de las piezas del atrezzo y recogido los telones, ella volvió a salir a escena. Ahora no había público, no había director ni apuntadores; no había decoración ni orquesta; no quedaban actores secundarios. Pero, sobre todo, no estaba el cadáver. Sólo quedaban ella y su increíble vestido, de tela marfil y granate, con brillante hilo dorado, todo a juego con la máscara que aún cubría su rostro. Pues no había logrado desprenderse de ella.
Con un deje ausente, consternado, aproximó sus pasos al punto, señalado con restos de falsa sangre, donde minutos antes había yacido. Muerta. Las imágenes de los últimos sucesos, confusas, se reproducían en su cabeza a demasiada velocidad; tan rápido que le era casi imposible darlas un sentido. Su peso, su significado... era demasiado terrible. La golpeó tan duramente que, por unos segundos, quedó sin aliento.
Era una farsa.

Buscó el aire; el aire de verdad. Minutos después, el ornamentado vestido perdía sus formas bajo el agua de la lluvia, ennegreciéndose desde abajo, al ser arrastrado sobre el sucio suelo de la azotes del teatro.
Nunca imaginó nada así.
Quería llorar. De rabia, de frustración. Pero no podía. Había gastado todas sus lágrimas en consolar la pena de la muerte de su amado; en lo que ella creyó su vida y muerte.
Apenas dio crédito al ver aparecer, a unos metros de ella, la figura de un hombre. Reconoció la máscara negra casi antes de verla. Era él.
-¿Qué haces aquí, Julieta? Te vas a resfriar...
Su voz era suave y tranquila; demasiado. Parecía como si no fuese capaz de hablar por si mismo, como si sólo se hiciese eco de algo mayor.
-Tranquilo. Julieta estará bien.
-No puedes faltar a la función.
-Claro. La función. Julieta tiene que asistir a la función; cada día. Porque es la protagonista, ¿no es así?
-Sí. Necesitamos a Julieta para la función. Sin ella no hay teatro. Necesitamos a Julieta. Sólo Julieta puede hacer el silencio sonar.
-Descuida. Allí estará Julieta -su voz se tornaba casi un susurro, al mismo volumen que el arrastrar de sus pasos por la azotea-. Porque no puede no estar, ¿verdad?
Romeo la seguía inconscientemente, sin parecer darse cuenta si quiera de su avance. Finalmente, ella chocó de espaldas contra la barandilla.
-Ayúdame, Romeo. Tengo que ir hacia allí -casi le ordenó, mientras se apoyaba en la balaustrada con sus finos brazos.
Romeo comenzó a ayudarla, justo antes de preguntar:
-¿A dónde vas, Julieta? Si te alejas, llegarás tarde a la función.
-No te preocupes, voy aquí al lado. Además, Julieta no llegaría tarde a la función de su propia vida. Bien lo sabes tú... Romeo.
Bajo la máscara de Julieta se dibujó una sonrisa que Romeo jamás llegó a comprender.
Y desde el otro lado de la barandilla, él no pudo detenerla en su salto.

Ahora, la sangre que empapaba el vestido, ya no formaba parte del atrezzo, aunque no importaba: pronto el agua de lluvia borraría cualquier rastro de su dolor.

A la tarde siguiente, el teatro volvió a hacer un lleno completo. La obra había sido un éxito. Y, en la tercera escena, bajo una máscara finamente decorada, Julieta salió a escena, radiante, enmudeciendo al teatro con su voz.
¿Y quién habría sabido distinguir si bajo aquella máscara se escondía un cadáver, una joven, o sólo un rastro de lluvia?

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