Hoy por fin he descubierto al monstruo que habita debajo de
mi cama, ese que por las noches me hacía subir las sábanas hasta taparme la cabeza.
Hay quien dice que nuestros monstruos somos nosotros mismos,
pero en realidad, casi nadie cree en los monstruos desde que deja el colegio.
Quizá en el colegio, al final, sólo nos enseñan unas verdades nuevas, distintas a las que nosotros hemos descubierto, para que así todo el
mundo sepa lo mismo, piense lo mismo, y tenga miedo a lo mismo. “Los monstruos
no existen, son sólo un producto de tu imaginación”. Pues bien, yo lo he visto.

Me bajé de la cama, deslizándome en silencio, al escuchar un
ruido extraño. En un principio pensé que quizás fuese el gato, pero yo nunca he
tenido ningún gato. Y al doblar la esquina de la sábana, que caía hasta el suelo,
lo descubrí ahí agachado: una figura achaparrada y grisácea, con la piel rugosa
cubierta de bultos y sombras. Desprendía un olor raro, como a lirios. Asustada,
me eché hacia atrás; en realidad jamás esperé encontrarme nada allí, no sabría
explicar por qué había mirado. Pero el caso es que ahí estaba mi monstruo, y yo
no sabía qué hacer. Eché la mano a un lado y me armé con lo primero que
encontré, sin pararme a pensar que una botella de agua no era el mejor sistema
de defensa. Me arrastré de nuevo hasta la cama, intentando no hacer ruido,
aunque tenía la impresión de que los latidos de mi corazón se podían oír a
manzanas de distancia. Y cuando levanté de nuevo el borde de la sábana, botella
en ristre, dispuesta a atacar a aquel ser, allí estabas tú, mirándome.
Claro que tú no estabas allí, pero aquella criatura, fuese lo que
fuese, eras tú. Tenía tu cara, en una extraña combinación con aquella piel
ajada, pero no era sólo eso; tenía tus gestos, tu expresión en el rostro… tu
forma de mirar. Me clavaste, o más bien me clavó, aquellos ojos horrorizados,
como si le sorprendiese encontrarme allí, en mi propia habitación, como si
realmente temiese mi ataque. Pero para entonces, la confusión había apartado de
mi mente todo instinto de supervivencia. No comprendía aquello. Realmente era
un monstruo; eras tú. No podía dejar de verte mirándome, aunque me repitiese a
mí misma que no estabas bajo aquel rostro.
Y aún aturdida, sin ser realmente consciente, me vi
extendiendo la mano hacia ti, hacia tu cara. Quería saber si tenía tu tacto, si
se parecía a ti o si realmente… Pero antes de poder ponerle un dedo encima, un
flash demasiado brillante envolvió durante un segundo la habitación, y mis
manos ya sólo alcanzaron a tocar un líquido frío. El monstruo había
desaparecido, dejando bajo mi cama sólo un enorme charco de agua. Agua salada,
descubrí al restregarme el rostro con las manos aún mojadas.
No recuerdo si volví a la cama o me quedé dormida según
estaba, pero sé que al ir a levantarme, mis pies se hundieron en un charco bajo
mi cama. Y desde entonces, ocurre lo mismo cada mañana. No importa lo bien que
seque el suelo o que revisen las cañerías; “ahí no hay ninguna fuga, no debería
aparecer más ese charco”, pero ahí está, cada mañana. Como si quisiese
recordarme cada día lo que pasó, para que nunca olvide tu rostro rodeado de la
piel de un monstruo. Y todos los días salgo de casa con los pies aún húmedos,
recordándome a cada paso el agua salada, el olor a lirios.
Pero ahora, cuando te veo, ya no logro apartar la mirada.
Ahora mis ojos se clavan en los tuyos, esperando ver aquella expresión
horrorizada, aquel temor a que ataque. Aún mantengo la esperanza de que, el día
menos pensado, desaparezcas bajo un flash de luz.